Nuestro Protocolos
Jesús ama a los niños
En nuestra sociedad, tenemos herramientas jurídicas, legales y civiles que nos permiten proteger a los niños de todas las formas de violencia y se han establecido condenas muy severas a los malhechores que cometen algún tipo de daño contra ellos. La iglesia tiene la responsabilidad de usar todos estos instrumentos a su alcance para afirmarse en su rol como defensora y protectora de los niños y adolescentes.
Si todos los adultos nos comportáramos con los niños de la manera como nos enseñó El Maestro, no habría razón para establecer un Protocolo de Protección a favor de ellos, tampoco habría necesidad de elaborar un Código Universal de los Derechos del Niño que proteja sus derechos. En el Evangelio de Marcos 10:13-16 se presenta una magnífica escena que revela el tierno amor de Jesús hacia los niños. No cabe duda que los padres que llevaron a sus hijos ante El aquella mañana para que los tocase, admiraban y confiaban plenamente en aquel joven y carismático Maestro.
¿Por qué nos cautiva esta escena? El Señor hizo algo más que tocar a los niños. Los abrazó con sus fuertes brazos de carpintero; luego, puso sobre ellos su divina y áspera mano, y finalmente los bendijo (v.16). Pensar en esta escena ocurrida hace dos mil años atrás, conmueve profundamente a los genuinos defensores de los niños. Aquí vemos el corazón latiente del Señor, quien reivindica a los niños al prodigarles públicamente su amor y que no tiene ninguna intención de ocultarse frente a los ojos de sus atónitos oyentes –discípulos suyos y maestros de la Ley– quienes, con toda seguridad, jamás hubiesen imaginado que el Rabí los dejaría con la palabra en la boca, al agacharse para abrazar a esos seres insignificantes, haciendo un alto a la acalorada discusión que, hasta ese instante, estaba sosteniendo con ellos, acerca de un tema fundamental como el divorcio.
Podemos imaginar los pensamientos que inundaron las mentes de los maestros de la Ley: “Si este realmente fuese el Hijo de Dios, no perdería su tiempo, ni nos haría perder el nuestro, cargando a estos mugrosos niños que nada valen ni importan a nadie”. Nos imaginamos también a Pedro (¡cuándo no!), a Juan, a Andrés y a los demás, muy solícitos guardaespaldas ellos, gritando: ¡Por favor, señoras, no molesten al Maestro, ¿no ven que está muy ocupado?!
¿Nosotros tenemos la autoridad moral para criticar la actitud de los discípulos, quienes intentaron impedir que Él “toque a sus pequeñitos”?
¡De ninguna manera! Hoy como antaño, los adultos seguimos fallando al Maestro cada vez que –de una u otra manera– impedimos a los niños disfrutar de su abrazo y de las bendiciones que Él tiene reservadas para ellos. Fallamos a los niños, cuando –por temor o por ignorancia– no los defendemos de los abusos y maltratos que otros adultos cometen contra ellos y elegimos callar o mirar a otro lado para no tener problemas con los agresores o porque temblamos de miedo cuando van a la iglesia y nos amenazan con matarnos si hacemos reportamos sus malos actos ante la policía.
Mirando a los niños desde la perspectiva del Señor vemos que ellos tienen un espacio irreductiblemente privilegiado en medio de la iglesia: tienen mayor importancia que los adultos. Los adultos tenemos la orden de ser “como los niños”, para ocupar un lugar en el Reino de los Cielos, que también es de ellos.
Veamos, entonces: ¿Quién tiene mayores privilegios en la iglesia?, los niños; ¿Quién tiene la responsabilidad de proteger a los niños de los abusos y malos tratos dentro y fuera de la iglesia? Nosotros, todos los adultos, quienes desempeñamos funciones en el ministerio infantil.
Dios abomina la violencia contra los niños
La violencia contra los niños es tan antigua como la humanidad misma. La historia demuestra que los niños siempre han sufrido todo tipo de horrores tales como sacrificios, asesinatos, abusos físicos, abusos sexuales, así como una gran diversidad de maltratos.
La violencia varía según la cultura y la época. Hay sociedades donde, por ejemplo, las niñas son obligadas a casarse con el hombre que las compra; aún hay otras, donde los niños son obligados a trabajar para mantener económicamente a sus familias y, por ello, se ven obligados a dejar de estudiar, lo cual también representa un tipo de violencia al vulnerar el derecho fundamental del niño a estudiar.
El infanticidio y la exposición de niños recién nacidos, (en la antigua Roma, las familias cuando no querían a una niña recién nacida las echaban de sus casas para dejarlas en un lugar determinada), eran prácticas socialmente aceptadas en los tiempos de la Iglesia primitiva.
En muchas familias de nuestro país, la violencia es un hecho cotidiano. Y, esta violencia aprendida en el hogar contribuye así mismo a formar patrones culturales violentos en los niños; es decir, podrían ellos mismos ser los futuros padres y madres agresores; manteniéndose así, en el círculo de violencia generacional y haciéndose muy difícil erradicarla. Una práctica bastante común es la agresión física a los niños bajo el pretexto de educarlos; sin embargo, los padres solo descargan su ira y frustración contra sus hijos. Combatir la violencia para desterrarla, exige el compromiso vital de todas las iglesias socias y de todos los adultos involucrados en el ministerio infantil, así como el compromiso de diversos profesionales e instituciones de la comunidad.
Los cristianos, por mandato explícito del Señor, tenemos la misión de defender a los niños de toda forma de violencia y de hacer valer plenamente sus derechos. El Señor despliega todo su amor paternal hacia los más débiles de la sociedad, entre ellos a los niños.
En Salmos 68:5, el rey David se refiere a Dios como el Padre de los huérfanos y Defensor de las viudas en su santa morada. La Iglesia no debe tener ninguna excusa para actuar en defensa de los niños, tal como Dios es Defensor de los niños.